SACRAMENTO DE LA EUCARISTIA
Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo, Si uno come de este pan, vivirá para siempre.. el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna… permanece en mi y yo en él” Juan 6, 51-56.
La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre. Por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su cuerpo que es la Iglesia.
La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte, y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica. Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno de la nueva alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico.
Sólo los presbíteros válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Los signos esenciales del sacramento de la Eucarística son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última cena: Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros… Este es el cáliz de mi Sangre…”
Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
El que quiere recibir a Cristo en la comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente, no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.
La Sagrada comunión del cuerpo y de la Sangre de Cristo acrecienta la unión del comulgante con el Señor, le perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves. Los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados. La recepción de este sacramento, fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
La Iglesia recomienda a los fieles que reciban la sagrada comunión cada vez que participen en la celebración de la Eucaristía, y les impone la obligación de hacerlo al menos una vez al año.
Puesto que Cristo está presente en el Sacramento del Altar, es preciso honrarlo con culto de adoración. “La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor”.
Cristo que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a El:
- La participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón.
- Sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida.
- Nos hace desear la vida eterna.
- Nos une desde ya a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen María y a todos los santos.