Catequesis del Papa Francisco: “Los Salmos, sinfonía de oración en la Biblia”
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En preparación del próximo Jubileo, les he invitado a dedicar el año 2024 “a una gran “sinfonía” de oración”. Con la catequesis de hoy quisiera recordarles que la Iglesia ya tiene una sinfonía de oración cuyo compositor es el Espíritu Santo, y es el Libro de los Salmos.
Como en toda sinfonía, en ella hay varios “movimientos”, es decir, varios tipos de oración: alabanza, acción de gracias, súplica, lamento, narración, reflexión sapiencial y otros, tanto en forma personal, como en forma coral de todo el pueblo.
Estos son los cantos que el Espíritu mismo ha puesto en labios de la Esposa, su Iglesia. Todos los libros de la Biblia, como mencioné la vez pasada, están inspirados por el Espíritu Santo, pero el Libro de los Salmos también lo está en el sentido de que está lleno de inspiración poética.
Los salmos han ocupado un lugar privilegiado en el Nuevo Testamento. De hecho, ha habido y sigue habiendo, ediciones que contienen el Nuevo Testamento y los Salmos. Yo, sobre mi escritorio, tengo una edición en ucraniano de este Nuevo Testamento y los Salmos, de un soldado muerto en guerra, que me lo han enviado. Y él rezaba en el frente con este libro.
No todos los salmos – y no todo de cada salmo – puede ser repetido y hecho suyo por los cristianos y menos aún por el ser humano moderno. Reflejan, a veces, una situación histórica y una mentalidad religiosa que ya no son las nuestras.
Esto no significa que no sean inspirados, sino que en ciertos aspectos están ligados a una época y a una etapa provisional de la revelación, como ocurre también con gran parte de la legislación antigua.
Lo que más recomienda los salmos a nuestra acogida es que ellos fueron la oración de Jesús, de María, de los Apóstoles y de todas las generaciones cristianas que nos precedieron.
Cuando los recitamos, Dios los escucha con esa gran “orquestación” que es la comunión de los santos. Jesús, según la Carta a los Hebreos, entra en el mundo con un versículo de salmo en el corazón: “He aquí que vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad” (cf. Hb 10,7; Sal 40,9); y deja el mundo, según el Evangelio de Lucas, con otro verso en los labios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46; cf. Sal 31,6).
El uso de los salmos en el Nuevo Testamento es seguido por el de los Padres y toda la Iglesia, que hace de ellos un elemento fijo en la celebración de la Misa y la Liturgia de las Horas. “Toda la Sagrada Escritura divina exhala la bondad de Dios– escribe San Ambrosio –, pero sobre todo lo hace el dulce libro de los salmos”.
El dulce libro de los salmos. Y yo me pregunto: ¿Vosotros rezáis con los salmos alguna vez? Coged la Biblia o el Nuevo Testamento y rezad un salmo. Por ejemplo cuando estáis un poco tristes por haber pecado, rezad el salmo 50. Y son tantos los salmos que nos ayudan a seguir adelante. Coged la costumbre de rezar con los salmos, yo os aseguro que seréis felices al final.
Pero no podemos únicamente vivir del legado del pasado: es necesario que hagamos de los salmos nuestra oración. Se ha escrito que, en cierto sentido, debemos convertirnos nosotros mismos en “autores” de los salmos, haciéndolos nuestros y rezando con ellos. Si hay algunos salmos, o simplemente versículos, que hablan a nuestro corazón, es bueno repetirlos y rezarlos durante el día.
Los salmos son oraciones “para todas las estaciones”: no hay estado de ánimo o necesidad que no encuentre en ellos las mejores palabras para convertirlas en oración. A diferencia de todas las demás oraciones, los salmos no pierden su eficacia a fuerza de repetición; al contrario, la aumentan. ¿Por qué? Porque están inspirados por Dios y “espiran” Dios, cada vez que se leen con fe.
Si nos sentimos oprimidos por el remordimiento y la culpa, podemos repetir con David: “Ten piedad de mí, oh Dios, en tu amor; / en tu gran misericordia” (Sal 51,3). Si queremos expresar un fuerte vínculo personal con Dios, decimos: “Oh Dios, tú eres mi Dios, / desde el alba te busco, / mi alma tiene sed de ti, / mi carne te anhela / en una tierra seca, sedienta y sin agua” (Sal 63,2).
No es por casualidad que la Liturgia ha incluido este salmo en las laudes de los domingos y de las solemnidades. Y si nos asaltan el miedo y la angustia, estas maravillosas palabras vienen en nuestro rescate: “El Señor es mi pastor […]. Aunque pase por valle tenebroso, / no temo ningún mal” (Sal 23,1.4).
Los salmos nos permiten no empobrecer nuestra oración reduciéndola sólo a peticiones, a un continuo “dame, danos…”. Aprendemos del Padre Nuestro, que antes de pedir “el pan de cada día” dice: “Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad”.
Los salmos nos ayudan a abrirnos a una oración menos egocéntrica: una oración de alabanza, de bendición, de acción de gracias; y también nos ayudan a convertirnos en la voz de toda la creación, haciéndola partícipe de nuestra alabanza. Hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo, que dio a la Iglesia Esposa las palabras para rezar a su divino Esposo, nos ayude a hacerlas resonar hoy en la Iglesia de hoy y a hacer de este año preparatorio del Jubileo una sinfonía de oración. Gracias